Bueno, parecía que no pero ya hemos llegado al mismo punto de siempre: las maletas. El ciclo no se interrumpe nunca y, una vez más, me encuentro con la que ha sido mi habitación durante dos meses completamente patas arriba, con trastos aquí y allá y un nerviosismo semi-cotidiano que cualquiera que esté acostumbrado a empaquetar y desempaquetar comprende.
Cuando uno se para a pensarlo es cuando se da cuenta de la tendencia tan ¿natural? que posee el ser humano a acumular cosas. Y no solo eso, a cogerles cariño a todas. ¿Cómo decidir qué debe acompañarte de vuelta a casa y qué debe perderse para siempre en alguna papelera de Asia? El criterio no es ecuánime, está claro. Al fin y al cabo, queramos o no, todas y cada una de las pequeñas cosas que nos rodean esconden una historia detrás. Puede que sea trascendental o irrelevante, eso cada uno lo sabe, pero lo cierto es que todos los objetos, miradas, escenas y palabras portan consigo un significado. A veces nos pasa desapercibido y otras nos pesa demasiado como para dejarlo de lado. En cualquier caso, cuando uno viaja y vive experiencias como esta es cuando se enfrenta a pequeños dilemas cotidianos como este con mucha más frecuencia que aquellos a los que yo llamo “semi-sedentarios”. No obstante, no me voy a conceder el permiso para divagar (como siempre) porque no quiero aburriros. Hoy estoy aquí sentada por última vez para compartir con vosotros estos últimos instantes de lo que ha sido una de las mayores y mejores experiencias de mi vida.
Se dice por ahí que el tiempo y las circunstancias cambian a las personas, que la vida nos hace madurar y que los actos de terceros desconocidos pueden alterar nuestros destinos. Lo que no se cuenta es que los viajes son esos momentos incomparables en los que todos los elementos anteriores se entrelazan entre sí y te confunden una y otra vez, tirando de ti hacia mil y un lugares y personas que acaban por transformarte sin que apenas puedas darte cuenta. Hace dos meses llegó aquí una chica. Hoy, se marcha otra.
Canta Ana Belén que “en Macondo comprendí que al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver”. Por si alguien no se ha parado a reflexionar sobre el tema, por favor, que lo haga. Y una vez que haya llegado a sus propias conclusiones que se pregunte a sí mismo si acaso es deseable volver. Cuando uno vive experiencias tan intensas como esta en un periodo de tiempo tan corto alcanza un punto en que, quizá, tanta intensidad le desgarra en cierta manera por dentro. Es un desgarro suave, es cierto, como si te dieras cuenta de que en esos momentos de risas, confesiones, lágrimas, preocupaciones y discusiones, una parte de ti es consciente de que esa situación es finita. Hace treinta días no conocías a esta persona. Hoy no puedes concebir levantarte mañana y no verla. Hace setenta noches dormías soñando con lo que sería ese lugar tan lejano llamado Asia, hoy sientes que al dejar estas tierras estás abandonando sin quererlo una parte de ti en cada una de las calles que dejas atrás con el taxi.
En estas semanas he conocido a gente maravillosa, he visitado lugares increíbles, he olido y saboreado (con mayor o menor fortuna) aromas y platos desconocidos, me he acostumbrado a sonidos más o menos agradables y, aunque dos meses apenas es nada comparado con la vida, creo que puedo decir que he vivido en Pekín. Con más o menos éxito he tratado de vivir la ciudad siempre que he podido y considero que la propia rutina de clases y exámenes me ha ayudado a sentirme una más de esta enorme y desproporcionada urbe.
Seguramente no echaré de menos Pekín, pero sí todo lo que significa.
Nos vemos en España…
Cuando uno se para a pensarlo es cuando se da cuenta de la tendencia tan ¿natural? que posee el ser humano a acumular cosas. Y no solo eso, a cogerles cariño a todas. ¿Cómo decidir qué debe acompañarte de vuelta a casa y qué debe perderse para siempre en alguna papelera de Asia? El criterio no es ecuánime, está claro. Al fin y al cabo, queramos o no, todas y cada una de las pequeñas cosas que nos rodean esconden una historia detrás. Puede que sea trascendental o irrelevante, eso cada uno lo sabe, pero lo cierto es que todos los objetos, miradas, escenas y palabras portan consigo un significado. A veces nos pasa desapercibido y otras nos pesa demasiado como para dejarlo de lado. En cualquier caso, cuando uno viaja y vive experiencias como esta es cuando se enfrenta a pequeños dilemas cotidianos como este con mucha más frecuencia que aquellos a los que yo llamo “semi-sedentarios”. No obstante, no me voy a conceder el permiso para divagar (como siempre) porque no quiero aburriros. Hoy estoy aquí sentada por última vez para compartir con vosotros estos últimos instantes de lo que ha sido una de las mayores y mejores experiencias de mi vida.
Se dice por ahí que el tiempo y las circunstancias cambian a las personas, que la vida nos hace madurar y que los actos de terceros desconocidos pueden alterar nuestros destinos. Lo que no se cuenta es que los viajes son esos momentos incomparables en los que todos los elementos anteriores se entrelazan entre sí y te confunden una y otra vez, tirando de ti hacia mil y un lugares y personas que acaban por transformarte sin que apenas puedas darte cuenta. Hace dos meses llegó aquí una chica. Hoy, se marcha otra.
Canta Ana Belén que “en Macondo comprendí que al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver”. Por si alguien no se ha parado a reflexionar sobre el tema, por favor, que lo haga. Y una vez que haya llegado a sus propias conclusiones que se pregunte a sí mismo si acaso es deseable volver. Cuando uno vive experiencias tan intensas como esta en un periodo de tiempo tan corto alcanza un punto en que, quizá, tanta intensidad le desgarra en cierta manera por dentro. Es un desgarro suave, es cierto, como si te dieras cuenta de que en esos momentos de risas, confesiones, lágrimas, preocupaciones y discusiones, una parte de ti es consciente de que esa situación es finita. Hace treinta días no conocías a esta persona. Hoy no puedes concebir levantarte mañana y no verla. Hace setenta noches dormías soñando con lo que sería ese lugar tan lejano llamado Asia, hoy sientes que al dejar estas tierras estás abandonando sin quererlo una parte de ti en cada una de las calles que dejas atrás con el taxi.
En estas semanas he conocido a gente maravillosa, he visitado lugares increíbles, he olido y saboreado (con mayor o menor fortuna) aromas y platos desconocidos, me he acostumbrado a sonidos más o menos agradables y, aunque dos meses apenas es nada comparado con la vida, creo que puedo decir que he vivido en Pekín. Con más o menos éxito he tratado de vivir la ciudad siempre que he podido y considero que la propia rutina de clases y exámenes me ha ayudado a sentirme una más de esta enorme y desproporcionada urbe.
Seguramente no echaré de menos Pekín, pero sí todo lo que significa.
Nos vemos en España…
1 comentario:
Creo que si, que has tenido la gran suerte de vivir en Pekin, de levantarte cada ma;ana y formar parte del ritmo de esa ciudad.
Tambien creo que no, que no la echaras de menos, pero espero que el a;adido sea cierto, que no olvidaras lo que significa.
Dos meses son poco tiempo, pero la suma de momentos intensos pueden igualarse, tal vez, a los de toda una vida. La gente cambia el rumbo de su vida en mucho menos tiempo...
Pudo ser Pekin o Wellington, un pueblo riojano o uno de...quien sabe, pero lo que cuenta es la intensidad, la hiperinflamacion de la retina, el dolor de mofletes por la risa o la molestia por las peque;as preocupaciones que nos hacen sentir que si, que estamos vivos...Y que se puede estar muy vivo en Pekin, quizas mas que en ninguna otra parte.
No todo se olvida. Puede que muchos no lo entiendan cuando oigan la duracion, pero nadie podra discutirtelo...Es...como aquello de creer en Dios, se cree o no se cree, otro asunto es la discusion. Viviste en Pekin...
Que suerte, verdad?
Buen blog. Lo he leido de un tiron. Un saludo. HK.
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